LAS LIEBRES MUERTAS: EDUCACIÓN Y ARTE CONTEMPORÁNEO
En 26 de noviembre de 1965, Joseph Beuys (Krefeld, 1921- Düsseldorf, Alemania, 1986) organizó una “exposición” en la galería Schmela de Dösseldorf. El día de la inauguración los asistentes se encontraron la puerta cerrada y, a través de un escaparate, sólo se podría ver al artista paseando por la sala, con una liebre muerta en los brazos. Beuys paseaba tenso, intentando transmitir una energía concreta por medio de una acción temporal y física. Lo expuesto es esa espera. La acción plantea el arte no como algo separado de la vida cotidiana, sino como una explicación de la misma. La obra se titulaba Cómo explicar los cuadros a una liebre muerta.Verdaderamente se trataba de una acción difícil: cómo explicar los cuadros a un ser muerto, tal vez no por ser una liebre, sino precisamente por eso, porque estaba muerta. Cómo explicar algo, sea el arte o cualquier otra cosa, a alguien que no tiene la capacidad de oír y mucho menos de entender. Se hace una tarea, más que difícil, imposible. Una tarea con la que nos encontramos una y otra vez los que trabajamos en el territorio arte. Cuando intentamos explicar la necesidad del arte –de la cultura en general-, como una de las bases del estado del bienestar. Su necesidad para explicar la diversidad, para el progreso de los pueblos y como patrimonio para el futuro de la Humanidad. Lo intentamos explicar una y otra vez, pero parece que lo estuviéramos haciendo a unas “liebres muertas”, no hay reacción posible, no hay entendimiento, no hay participación. En esta lucha por hacernos entender se dan dos casos paradójicos: por un lado el del llamado “arte antiguo” y por otro el del arte actual. La reacción del público es invariablemente la misma: no están interesados por el arte contemporáneo porque, dicen, no lo entienden. Se interesan más por el otro, porque ese sí lo entienden (o creen entenderlo). Esto nos plantea varios interrogantes, el primero de ellos es cómo pueden pensar que entienden un arte creado para la mentalidad, la educación (si es que la había), la sociedad y la política de hace dos, tres o cuatro siglos y hacerlo con una forma de pensar, unas costumbres y una educación (¿la hay?) del siglo XXI. Cómo es posible entender unas obras, colgadas en las paredes de los museos de Bellas Artes, que están absolutamente descontextualizadas y sobre las que hay muy poco interés didáctico, cuando lo hay. Me pregunto cómo es posible entender una obra de arte cuando sólo se explica el qué, el cuándo y el quién, pero jamás el porqué y para qué se hicieron. Siempre me llama la atención cuando muchos dicen que el arte actual es raro y por eso no se entiende, que hay cosas en algunas obras que resultan extrañas. Cuando me han dicho eso, infinitas veces, casi siempre les he puesto este ejemplo: ¿es más raro que ver a una mujer volando por los aires, rodeada de cabezas sin cuerpo y con unas alas creciéndole del cuello? Pues eso es una Inmaculada, de Murillo por ejemplo. ¿Es el arte actual más grotesco que ver cómo a un hombre, ensangrentado, al que le arrancan la piel a tiras? Eso es el martirio de San Bartolomé. ¿Más gore que ver a una mujer a la que le han arrancado los pechos y nos los presenta en una bandeja? Esa es Santa Águeda. ¿Es más difícil ver la vaca abierta de Hirst que a una momia pudiéndose debajo de un altar? En fin, con estas comparaciones podríamos llegar hasta el martirologio completo, pero no me resisto a comentar otro más: hace unos años, cuando la canonización de Santa Ángela de la Cruz (2003), en Sevilla se transportó su venerado cadáver por las calles, camino de la catedral y vuelta. Y luego dicen que una performance es algo raro e incomprensible. Lo que creo es más importante es, como digo, que no se explica el verdadero sentido y la verdadera utilidad de esas obras y esto siempre juega en detrimento de ese arte antiguo. La gente que va a los museos sale tan satisfecha porque creé que se ha enterado de lo que ha visto, cuando en realidad no se ha enterado de nada. En el fondo ve los cuadros como si viera sillas o cajoneras barrocas, porque lo que se les enseña es algo superficial, formalista y metaartístico. Producto de una mentalidad de historiadores del arte e investigadores que son como pequeños sepultureros, contadores de cadáveres. El otro caso paradójico es la explicación sobre el arte actual. Si decía que en los museos de Bellas Artes la didáctica es mínima, en los otros no se diferencia mucho porque vuelven a caer una y otra vez en lo mismo, en explicar el qué, el quién y el cuándo. Si se hiciera un esfuerzo mayor se podría explicar, al menos, que esas obras que se ven pertenecen al tiempo en que vivimos, que son artistas casi de nuestra misma generación y que su mentalidad y conocimiento de mundo coincide con el nuestro (aunque lo del conocimiento tal vez sea mucho decir). Habría que esforzarse y explicar que el arte no es, nunca ha sido, un espejo que refleja sino una puerta o una ventana que nos permite mirar más allá, donde tal vez nos encontremos a nosotros mismos y una fuente de información casi inagotable[1].Pero parece que les estuviera echando la culpa a los públicos y no es esa mi intención. No conoces lo que no sabes, no sientes la necesidad de aprender lo que ni siquiera sabes que existe, no te implicas con lo que no entiendes… si no te lo explican. Y aquí radica, a mi entender, la base del problema: en la enseñanza. Creo que tenemos un sistema de Educación, en todos los niveles, que no favorece en absoluto el conocimiento y la difusión de la cultura, mucho menos su “consumo”. Desde las escuelas a las universidades, el tratamiento de la cultura, cuando lo hay, es superficial, casi anecdótico. Cierto es que algunos museos y centros de arte se esfuerzan en diseñar programas didácticos, pero son actividades que, a lo sumo, se desarrollan en sus instalaciones, pero nunca en los colegios, y eso en los primeros niveles de la enseñanza, en los planes de estudios universitarios brillan por su ausencia. Se podrían citar las facultades de Letras o Humanidades (y es muy generoso pensar que en algunas de ellas se enseña cultura), pero en éstas, salvo contadas y muy brillantes excepciones, el “conocimiento” que se imparte es tan superficial que merecería la pena un ensayo sólo sobre esto. Vuelven una y otra vez a lo que antes comentaba: se enseña el qué, el cómo y el cuándo, pero nada más; enseñan a los futuros expertos e investigadores a contar obras, obras que sin una explicación pertinente sobre su utilidad y sentido ya están más que muertas. La cultura y la educación, por el hecho de ser tratadas de forma diferente en la legislación española, y administrativamente también, no se pueden abordar de una forma unitaria, pero creo que si no se puede hacer un “estudio unitario”, sí al menos se puede hacer derivado o consecuente ya que, a través de educación, se accede a la cultura. Para la Constitución Española el Derecho a la Educación en un derecho fundamental y la escolarización es obligatoria hasta los 16 años. Sin embargo, el Derecho de Acceso a la Cultura no es un Derecho Fundamental, no lo es porque no hay un deber de acceso a ella. Digamos que no le encuentro sentido a este “juego de derechos” por cuanto entiendo que (en ese periodo obligatorio de escolarización) a la cultura se accede en y a través de la escuela[2]. También en la familia, cierta y necesariamente, pero fundamentalmente en la escuela. Si en la escuela de enseña cultura, la forma de acceder a ella, sus variantes, su riqueza y diversidad, etc. (ojalá esto fuera cierto) y esa obligatoriedad abarca a todo el abanico de lo que en estas instituciones se enseña, bajo el paraguas general de ese Derecho Fundamental a la Educación está también amparada la Cultura.Educación y Cultura han de ir unidas, porque la una deriva de la otra o está implícita en ella. De hecho, en las declaraciones universales sobre la Cultura siempre se hace hincapié en el derecho a la Educación como forma de acceder a la Cultura[3]. ¿Cuál es el problema por el que el legislador no lo entiende así y la sociedad en general tampoco? Porque se considera a la cultura como “la bella inútil”, como un conjunto de actividades para ocupar los ratos de ocio y, por tanto, a ella misma como ocio. A mi juicio no se le da el valor que realmente tiene de conocimiento, de experiencia, de posibilidad de acercarse al otro, unos valores que enriquecen nuestra propia vida. No se la considera como una forma de conocer la historia y lo que es aún peor, que hay gente que tiene en sus manos las herramientas para enseñarla y no lo hace.En esto hay muchos actores implicados y las culpas, como las responsabilidades, hay que repartirlas: efectivamente, por una parte, está la legislación, que la pone sólo a un nivel de mera declaración de intenciones, “acceso de los ciudadanos a la cultura…” etc. Por supuesto que no estoy diciendo que tengamos que acceder a la cultura por ley, no. Lo que digo es que se deberían aprovechar los mecanismos y estrategias de enseñanza que ya existen para enseñar cultura, a pensar en cultura. Por una parte que los “enseñantes” a veces no se dan cuenta del verdadero valor de su trabajo, de la posibilidad que tienen ante sus ojos de enseñar en cultura, en valores como muchas veces se comenta. Y por otra que los ciudadanos no exigen lo que debieran a las instituciones públicas. Todo esto se resume, como digo, en esa forma errónea de entender para qué sirve la cultura o de no entenderla en absoluto. En el caso español, ésta se entiende como un valor, eso es cierto o al menos lo parece, pero sin embargo no figura entre los valores que aparecen reseñados en el art. 1 de la CE, ni en los principios del 9. Tanto éstos como la sentencia 71/1997 del TC (ésta la considera un principio rector) hablan una y otra vez del “derecho de acceso a la cultura”, pero se olvidan, una y otra vez, de que para acceder a algo no sólo es preciso que ese algo exista, sino que los ciudadanos y ciudadanas poseedores de ese derecho sepan que la cultura existe, por qué, para qué y recibir una formación que les anime a acercarse a ella como una necesidad. Antonio Pau y María J. Roca especifican que “la razón es que la cultura, en sí misma, no se puede exigir. No la puede exigir el ciudadano y no la pueden exigir los poderes públicos”[4]. Estoy radicalmente en contra, claro que el Estado no puede exigirla, no puede exigir que los ciudadanos sean cultos, pero éstos sí que pueden y deben (deberían) exigir al Estado que exista la cultura y que exista para todos y que existan las actividades y/o planes de formación suficientes para que todos y todas, en igualdad de condiciones, podamos acceder a ella. En definitiva, sin un sistema de enseñanza de la cultura adecuado, sin que todos y todas tengamos la posibilidad de aprender lo que el arte nos dice y de su verdadera utilidad, continuamos en el punto cero: estamos creando para liebres muertas. [1] Quiero decir que, a la hora de explicar un cuadro, por ejemplo, se hace un tremendo hincapié (positivismo) en que los alumnos aprendan quién lo hizo, cuándo y el título de la obra. Pero es que eso es precisamente lo menos importante de una obra de arte, lo importante es por qué se hizo, para quién o quienes la encargaron, en qué tipo de sociedad, economía, sistema político y religioso se creó… qué información nos da ese cuadro, edificio o composición musical sobre el momento histórico en el que fue creado… [2] Quiero decir que no entiendo ese “juego de derechos” porque si estamos obligados a ir a la escuela, estamos obligados a estudiar y aprender cultura.[3] Por citar sólo un ejemplo, el Consejo de Europa sugiere que “la cultura, según la experiencia de la mayoría de la población de hoy, significa mucho más que las artes tradicionales y las humanidades. Hoy en día, la cultura abarca el sistema educativo, los medios de difusión, las industrias culturales (...)”. Definición de la cultura dada por la Arc-et-Senans Declaration (1972) on the Future of Cultural Development. Council of Europe, Reflections on Cultural Rights. Synthesis Report. CDCC (95) 11 rev. Estrasburgo, 1995, pág. 13. El subrayado es mío. También lo entiende así, por ejemplo, el Consejo Nacional de la Cultura y de las Artes de Cataluña, entre cuyas funciones destaca Informar al Gobierno y al Parlamento sobre el estado de la educación en la cultura y, especialmente, de la enseñanza de las profesiones vinculadas a la cultura. [4] Huster, Stefan, Pau, Antonio y Roca, María J. Estado y Cultura. Fundación Coloquio Jurídico Europeo. Madrid, 1999. Pág. 56.