Historia, contemporaneidad y mercado en Lima.
Resumen: La reciente historización del arte peruano, como parte del proceso de contemporaneización de la escena artística limeña a través del mercado, supone un conjunto de operaciones ideológicas de periodización que permanecen sin mayor crítica, pese a la proliferación de discursos curatoriales e historiográficos. En línea con lo avanzado en el libro Extravíos de la forma: vanguardia, modernismo popular y arte contemporáneo en Lima desde los 60, este ensayo discute los horizontes de historización, las formas de comprender teóricamente la contemporaneidad y las relaciones entre arte y política implicadas en el proceso antes señalado.
Es el sistema el que genera y el que luego expresa esa temporalidad por medio de las formas y síntomas culturales en cuestión. Moralizar no es un modo muy efectivo de lidiar con esos síntomas ni con el fin de la temporalidad. Fredric Jameson, El fin de la temporalidad (2003).
En un pasaje de Extravíos de la forma pregunté si “lo contemporáneo” no es el mejor ejemplo de un concepto que lo engulle todo. (Mitrovic 2019a) La precaución ante esa voracidad no es mía; viene de las miradas que han historizado nuestro proceso artístico bajo el deseo de dejar abiertas la multiplicidad, la heterogeneidad, la diferencia y demás valores que la razón posmoderna ha instalado como antídotos para el pensamiento moderno, o mejor, como usualmente lo llaman, “totalitario”. En lo que sigue, quisiera especificar esa problemática relación entre la noción de contemporaneidad en el arte y el presente, para luego discutir el proceso de contemporaneización del arte limeño en las últimas décadas.
Usos de lo contemporáneo
El concepto de “arte contemporáneo” tiene al menos una doble existencia hoy en día. De un lado, encontramos un uso ligado a certificar la actualidad del arte según el presente en que se enuncie, una operación que recorre el siglo XX y sirve para legitimar obras tan variadas como la pintura abstracta limeña de los años cincuenta -que cristalizó sus apuestas en el Instituto de Arte Contemporáneo fundado en 1955- o las novedades que florecieron con las Bienales en Lima a fines de los noventa. Desde mediados del siglo XIX, el arte moderno ha declarado reiteradamente su contemporaneidad como actualidad. De otro lado, hoy proliferan teorías sobre la contemporaneidad del arte que buscan dotar al concepto de una fuerza normativa que sea capaz de expulsar de su campo semántico “lo viejo” -el modernismo, pobremente entendido a nivel global como formalismo de posguerra- y aquellas obras cuya autonomía parece ceder ante las demandas del mercado, supuesto enemigo de la autenticidad artística. Mientras la contemporaneidad en el primer sentido significó llanamente modernidad a lo largo del siglo XX, hoy funciona de un modo presentista, al decir de Claire Bishop, y refiere a “la condición de tomar nuestro momento actual como horizonte y destino de nuestro pensamiento”, que “se sustenta en una incapacidad de comprender nuestro momento en su totalidad global y en una aceptación de esta incomprensión como una condición constitutiva de la era histórica presente.” (2018: 11).
Así, por contemporáneo se asume un arte que corresponde a una era del capitalismo muy compleja para comprenderse en su dinámica efectivamente global, y un presente cuyas coordenadas históricas han sido expulsadas de nuestra conciencia. Suena a mucho, ciertamente, y convendrá matizar la idea más adelante. Frente a ello, el segundo uso de lo contemporáneo, más filosófico acaso, busca conducir al arte hacia su realización plena, bajo el muy cuestionable supuesto de que hoy el arte sería el único campo donde cierta conciencia crítica aún es posible, una suerte de reserva moral en tiempos oscuros, o bien un terreno de experiencia irreductible ante la lógica omnímoda del capital.
Frente a ambos usos, quisiera plantear la comprensión de la contemporaneización del arte como un proceso que debe examinarse al menos en dos instancias. Globalmente, como una transformación institucional que empezó a desarrollarse después del fin de la Guerra Fría en 1989, pero que puede ser rastreada en el Perú desde fines de los noventa, precisamente cuando las Bienales Iberoamericanas y Nacionales aparecieron entre 1997 y 2002. La contemporaneidad funciona como el satélite figurado por Benjamin Cieza en su serie de dibujos 1991 (2016) [Fig. 1], aquello que conecta al país con flujos globales liberados a sus anchas por la caída del Muro de Berlín, que entusiasma y promete una vida pautada por lo nuevo, sobre todo después de la peor crisis económica de nuestra historia bajo el primer mandato de Alan García (1985-1990). Usualmente los cambios sociales se dan primero a un nivel práctico e institucional antes de arraigar en la conciencia, y el arte contemporáneo es un buen ejemplo para comprender esa premisa materialista básica, aunque ello no suponga que las brumas del concepto de lo contemporáneo se hayan disipado una vez desarrolladas esas formas institucionales.
Antes que elaborar una teoría más sobre qué arte es o debe ser el que llamamos contemporáneo, me interesa comprender cómo la práctica artística, las figuras subjetivas asociadas a ella y las obras producidas desde fines de los noventa en Lima se atrincheraron en la idea de la contemporaneidad, por más gaseosa que ésta haya sido y aún sea. Ese proceso implicó transformaciones variadas: nuevos discursos sobre la obra de arte y la práctica artística -donde el “proyecto” y el “concepto” reemplazaron a las poéticas formales de los medios artísticos, y donde la “crítica social” reemplazó a la trascendencia-, nuevas funciones sociales en el campo del arte -donde la curaduría es la más notada, tanto por sus practicantes como por sus detractores-, nuevos espacios de circulación y consumo del producto artístico -primero bienales y luego ferias, nuevas galerías y revistas de consumo suntuario, etc.-. De hecho, este último aspecto es, a mi juicio, el esencial, pues ya sea a nivel global o en Lima, la contemporaneidad empieza a definirse cuando aparecen nuevos espacios institucionales de circulación artística que tienen como objetivo determinar qué arte es contemporáneo, quiénes son artistas contemporáneos, y cómo debemos entender esos objetos y personas.
Pese a ello, es crucial comprender que la producción del arte permanece en buena cuenta intocada desde hace varios siglos, como sostuvo Meyer Schapiro (1964), por lo que son de poca utilidad las apreciaciones fatalistas sobre cierta pérdida de la manualidad en el arte, así como es falsa la idea de que la producción artística hoy se desarrolla mediante formas empresariales propiamente dichas. Además, cabría anotar que la recepción del arte contemporáneo es mayormente fallida en Lima, como lo diagnosticaron con precisión Augusto del Valle y Jorge Villacorta en 1997, el mismo año que empezaba la “contemporaneización forzosa” de nuestra escena con las Bienales, según lo sugirió Max Hernández-Calvo (2009). Esta situación no ha cambiado sustantivamente, pese a la imagen inflada de la importancia social del arte que impera al interior del campo artístico y que éste proyecta hacia el resto de la sociedad.
Fábulas y fantasmas
Quisiera detenerme en un aspecto específico del proceso de contemporaneización, cuyas precondiciones históricas examiné en Extravíos, que es la historización del pasado como condición indispensable para otorgar consistencia al arte contemporáneo en el Perú, a sus discursos, imágenes e instituciones. Dicha proliferación del discurso histórico, necesaria para la contemporaneización efectiva de la escena, se empezó a desplegar a fines de los noventa, cuando la contemporaneidad instalada por las Bienales exigía cierta densidad discursiva para el nuevo arte, para que sus nuevas formas no sean percibidas como cascarones vacíos sino como objetos llenos de contenido social. Esa genealogía del arte contemporáneo, entonces, se desarrolló por dos vías, que paso a examinar [1].
En Extravíos examiné el devenir de una idea que articuló la escena del arte contemporáneo local desde fines de los noventa hasta hace algunos años: la idea de que la orientación del arte hacia el mundo popular urbano rastreable a partir de la experiencia del Taller E.P.S. Huayco era un índice de la contemporaneidad de nuestro arte, es decir, de su correlación con una sociedad más democrática surgida a raíz de las migraciones masivas hacia la capital desde al menos 1940. Como complemento a ello, usualmente se ubica el Premio Nacional de Cultura en la categoría “arte” otorgado al retablista ayacuchano Joaquín López Antay a fines de 1975 como un precursor indudable de la legitimidad del llamado “arte popular” en el mercado plástico local, lo que conduce a una imagen de mayor democratización del campo cultural. La polémica surgida por dicho premio supuso una clara diferenciación entre una porción reaccionaria de la escena artística, representada por los artistas nucleados en la Asociación Profesional de Artistas Plásticos (ASPAP), frente a un campo “progresista”, diríamos hoy, compuesto por artistas e intelectuales alineados bajo la idea de que la artesanía debe ser reconocida como arte. [Fig. 2] No me detendré aquí en los detalles del debate, pero conviene anotar que su solución no avanzó mucho más que a establecer, por vía idealista, la superación de la diferencia entre el arte y la artesanía mediante la dudosa noción de “arte popular”, mientras las diferenciaciones sociales que ambas nociones expresan permanecieron por lo demás intocadas [2].
Estas ideas permean nuestra historización del arte porque son, en esencia, argumentos tributarios de la llamada “crítica de la representación” propia del posmodernismo, aun cuando hayan sido formuladas en un contexto teórico e ideológico distinto. Desde la instalación del posmodernismo como ideología décadas más tarde, se lee la historia de manera que la aparición de nuevas identidades sociales en el plano de las representaciones indica la pluralización del campo del arte y, por extensión, de la sociedad de la que emerge, al margen de que su economía política siga siendo, como siempre, un asunto que se resuelve al interior de la clase dominante. En el libro examiné también una trayectoria estética e ideológica que he llamado modernismo popular, una idea que tomé de Mark Fisher, activa entre el golpe de Velasco de 1968 y mediados de los años ochenta, que permite enmarcar estos hitos desde un ángulo más apropiado para captar lo que estaba en juego. En breve, se trata de una ideología estética que buscó socializar las innovaciones formales y perceptuales del arte de vanguardia, alterándolas al inscribirse en la experiencia popular. Antes que “salir del arte” o, en su caso más extremo, destruirlo -un deseo que recorrió intensamente a la llamada neovanguardia-, el modernismo popular intentó reconciliar las prácticas opuestas que identificamos bajo las nociones de vanguardia y cultura de masas, apelando a la praxis política -en el caso peruano, al Estado velasquista- como plataforma para la construcción y amplificación de una nueva sensibilidad revolucionaria; como un “campo de entrenamiento para la conciencia utópica en el contexto de una nueva organización del aparato sensorial, expuesto a las tecnologías de reproducción de imágenes y prótesis sensoriales”, según caracteriza Susan Buck-Morss a la vanguardia en el siglo XX. (2017 [2009]: 63).
Pero volvamos al punto: esa primera línea de historización, que llamé la fábula de lo popular, optó por poner a “lo popular” -las comillas van por lo indefinido del término- como centro del proceso de cambio artístico y cultural, y el conocido grabado “Algo va’ pasar” [Fig. 3] de Juan Javier Salazar es perfecto para ilustrar ese quiebre. Visto desde el nuevo milenio, la imagen se acerca a lo que ahora llamamos “estética chicha”, y su contenido -una llama a punto de ser atropellada por una combi, junto a un relato sobre la inminente desacralización del mundo andino- parece apropiado para figurar el llamado desborde popular, aquel hito sociocultural que daría cuenta de la democratización del país y que se repite como mantra en la educación secundaria y las universidades. Sin embargo, ubicado contra el telón de fondo del modernismo popular y los procesos político-culturales abiertos por el velasquismo y ampliados luego por la Nueva Izquierda, el grabado aparece como el final de un momento utópico donde la revolución parecía inminente, y lo mismo puede decirse del concepto de desborde popular, acuñado por Matos Mar para delimitar un campo de acción para el socialismo en los ochenta.
Sin embargo, como en nuestra crítica todo se resuelve al nivel de la representación, poco importan las condiciones materiales e ideológicas de emergencia de las imágenes y conceptos que articulan esta visión de la contemporaneidad local. A esto me referí en Extravíos como una inversión dialéctica, algo que cambia radicalmente, pero permanece en apariencia igual; un proceso de vaciamiento del sentido que estas imágenes tuvieron en su momento, cuya base es la reconfiguración de la sustancia social que buscaron representar originalmente, digamos. Porque hoy estas imágenes aparecen como representaciones idealizadas de un pueblo orgánico capaz de forjar su destino, y le permiten al arte contemporáneo local romantizar una base social que, en definitiva, no tiene. Desde luego, esto no sucede porque nuestra sociedad sea incapaz de comprender el arte, sino porque entre estos hitos del arte local y la actualidad media la ofensiva neoliberal, aquella que reconfiguró realmente la sustancia social de estas imágenes, ideas y proyectos políticos. Es en el terreno de la mirada, en el nervio ideológico, donde habría que buscar las transformaciones históricas que hacen de estas obras poco más que objetos muertos que reclaman aún un duelo adecuado.
NOTAS:
Desde luego, hago abstracción aquí de la idea más llana que entiende “lo contemporáneo” como una marca de clasificación que solo consiste en un señalamiento espacial, digamos, como cuando uno entra a una galería o museo de arte contemporáneo y se asume que cualquier contenido del espacio es inequívocamente “contemporáneo”. Me interesa pensar la historización como condición para que la contemporaneidad arraigue en un contexto específico, para luego discutir en qué medida, pese a ello, se abstrae inevitablemente de éste.
He examinado este problema a través de los escritos de Mirko Lauer en Mitrovic (2019b).