Historia, contemporaneidad y mercado en Lima. parte 2
<< volver a la parte 1 / continuar a la parte 3 >>
Una segunda idea sobre cómo y cuándo se contemporaneizó el arte local se sustenta en una activa politización de su práctica entre mediados de los años ochenta y el fin de la dictadura de Fujimori en el 2000. El precursor de esta idea fue Jorge Villacorta, quien en un artículo de 1996 sostuvo:
Lo que se advierte es que hay continuidad y/o relación suficiente entre ellos [La escena de rock subterráneo, Por el Derecho a la vida, Herbert Rodríguez, Taller NN, Los Bestias, Ricardo Wiesse, Huayco] como para empezar a hablar de un canon distinto, paralelo al aceptado en el ámbito de nuestra plástica. Un canon que habría que llamar no-oficial –o alternativo, si se quiere-, que incluye a éstas y otras manifestaciones de las que ya ni siquiera se habla porque no ha quedado casi rastro de ellas… (1996: 95)
Hay aquí dos cosas: primero, una genealogía de un arte éticamente responsable que empieza a tomar forma con la exhibición Por el derecho a la vida de 1985 [Fig. 4]. Se trata de una primera apuesta local, siempre al interior del campo artístico, por denunciar la muerte que la guerra senderista había desatado en el país, a través de una ambientación en la galería de la Municipalidad de Miraflores. Dicho impulso ético engarza luego con la escena de rock subterráneo, los colectivos Bestias y Taller NN, además de las prácticas individuales de Herbert Rodríguez, Ricardo Wiesse y las acciones convocadas por Eduardo Villanes bajo el lema “Gente evaporada” en respuesta al caso Cantuta [3]. Esta línea es bastante conocida hoy en día, y ya circula como una historia de cierta “alternatividad” local -la segunda cosa que está en el texto de Villacorta-. En Extravíos comparé el afiche de Por el derecho con uno previo del mismo autor [Figs. 5 y 6], Jesús Ruiz Durand, que permite cuestionar cuánto de esta politización del arte es en verdad el punto muerto de un proceso previo y más fructífero -el modernismo popular bajo el velasquismo-, donde la subjetividad encontraba espacio para proyectarse hacia un futuro emancipado. Frente a la ganadera, la campesina en el afiche de 1985 se muestra claramente objetivada como víctima ante una mirada distante, e inaugura esa estética de la denuncia que luego, tras la dictadura, mutó en un arte “para recordar”, un arte de la memoria [4]. Así, empieza a asentarse la idea según la cual lo único que anuda al arte y la política es la denuncia, ya no la proyección hacia el futuro practicada por la vanguardia histórica y desarrollada en múltiples coyunturas del siglo XX, visible en el afiche de inicios de los setenta. Sin embargo, Villacorta dijo algo más en ese mismo texto:
Hay fantasmas que se rehúsan a desaparecer por un simple acto de voluntad o, incluso, con leyes de por medio; y, a veces, un refugio aparentemente inexpugnable resulta ser tan deleznable como un castillo de naipes. El arte que acoge a esos fantasmas y que revela la consistencia de las cosas en la sociedad es uno que asume responsabilidades éticas. (1996: 99)
Aquí se delinea el imperativo ético que ronda al concepto de “arte contemporáneo” hoy en día: acoger los fantasmas de la sociedad, revelar el lado oscuro que socava la aparente luminosidad del presente. En plena dictadura tenía mucho sentido el planteo, y el crítico buscaba reconocer cierta tradición de un arte ético que impulse a las nuevas generaciones a tomar cartas en el asunto, como pareció ocurrir en las múltiples iniciativas anti-dictatoriales que encontraron en el arte nuevos medios simbólicos para la resistencia, de las cuales ha quedado como emblema el lavado de bandera convocado por el Colectivo Sociedad Civil. Con ello se estableció una frontera entre “arte alternativo” y “arte oficial”, o entre “arte crítico” y “arte complaciente” -a falta de un mejor término-, ahí donde antes se trataba de esclarecer el sentido que podría adquirir, contra el arte burgués, un arte genuinamente proletario o popular acorde a una sociedad en proceso de liberación. Una vez caída la dictadura, esa genealogía no permaneció como una orientación práctica para el arte, sino que fue consolidándose como un nuevo canon. (Mitrovic 2016) Me es inevitable vincular estas ideas con aquellas que Giorgio Agamben (2008) propone cuando define al artista contemporáneo como aquel que “no coincide perfectamente [con su tiempo] ni se adecúa a sus pretensiones” y, por ello, “a través de este desvío y este anacronismo, él es capaz, más que el resto, de percibir y aferrar su tiempo.” Nótese que esto vale por igual para un artista que produce contra las demandas del mercado o contra las políticas de olvido del Estado neoliberal. De lo que se trata es de oponerse, de resistir, etc. Aquí el criterio de contemporaneidad sería ir contra lo dominante, pero esto último queda como un contenedor a ser llenado por la figura que se desee cuestionar o subvertir (el poder, el museo, la moda, el mercado, el arte mismo, la avalancha de imágenes cotidianas, el espectáculo, etc.) [5]. En ello radica el mandato ético del arte contemporáneo que hoy articula los discursos de artistas, curadores, marchands, coleccionistas, etc., y pese a que conviene diferenciarlo de lo planteado por Villacorta en su momento, su devenir es el de un “giro ético” -diría Juan Carlos Ubilluz (2017)- que hace del arte una práctica abstractamente crítica. Una posición que, a priori, es capaz de oponerse a todo con tal de no rebasar los límites que los traumas de la historia nos imponen, y con tal de no figurar un futuro emancipado y contribuir, a su modo, al combate para alcanzarlo. Desde luego, esta impotencia autoinflingida no solo afecta al arte local, sino a la izquierda peruana después de Sendero Luminoso.
Los límites del historicismo
Al cuestionar la fábula de lo popular intento retrotraerme hasta un momento histórico donde la praxis artística encontraba en la ideología y la política no tanto una ruta para volverse alternativo -un destino que en los noventa arribó a “una escena alternativa para un mundo sin alternativas”, como recientemente ha sugerido Alonso Almenara (2019)-, sino rutas paralelas para que la vanguardia artística y la vanguardia política trabajen codo a codo hacia una sociedad emancipada. Al cuestionar el devenir ético del arte local, su anudamiento con la política mediante la denuncia, se torna nuevamente pensable un momento donde el devenir político del arte se realizaba por fuera del trauma y los desastres de la guerra. Si el primer cuestionamiento se aleja de la crítica de la representación instalada por el posmodernismo, el segundo se aleja del la aceptación de la criticidad y la ética como consuelos por haber perdido la fuerza prospectiva que el arte desplegó en el siglo XX, ahora reemplazada por una actitud reactiva ante el poder y, para los artistas vinculados a la izquierda, por una estetización de la derrota.
Esta vez no me detendré en el llamado “vacío museal”, argumento planteado por Gustavo Buntinx hace varias décadas en múltiples frentes, que encuentra en las vanguardias de los sesenta un sentido anti-institucional para dar cuenta del deseo de ciertos artistas por encontrar espacios de reconocimiento que se resolvieron finalmente a través del mercado, en una analogía con el ethos del emprendedor promovido por el neoliberalismo que convendría explorar más a fondo. Esa idea dialoga en muchos aspectos con la fábula de lo popular, mientras que depende en buena cuenta de cierta frontera entre “arte crítico” y “no crítico” que Buntinx mismo instala abstractamente en muchos de sus ensayos, donde estas “museotopías” dirigen sus energías críticas al Estado y a las instituciones oficiales, pero dicen muy poco sobre la institucionalidad del mercado local que permite su inscripción histórica y difusión actual. (Gruber y Mitrovic 2017)
Pero esta mención ayuda a volver a un punto que dejé suelto antes: el que la contemporaneidad presentista haya expulsado a lo histórico de nuestra conciencia. Como vemos, hay historia, se escriben genealogías en función de las demandas del presente. Como ese revival de la vanguardia de los sesenta -Grupo Arte Nuevo, Teresa Burga, Rafael Hastings, Jorge Eduardo Eielson, Gloria Gómez-Sánchez, Emilio Rodríguez Larraín, etc.- que ha aflorado al calor del boom del mercado del arte contemporáneo desde mediados de los 2000. Ese revival ha eludido la condición de época fundamental para valorar dicha vanguardia no solo por sus innovaciones artísticas, que son vastas y cada vez mejor documentadas, sino por su inscripción social; a saber, que su accionar estuvo restringido a un enclave de modernidad antes del 68, precisamente lo que el gobierno de Velasco -y los artistas que se sumaron al aparato estatal- quebró por algunos años. Pero poco importa la interpretación histórica donde el coleccionismo precisa de una historia adecuada para construir el valor de sus nuevas adquisiciones, o bien donde la circulación del producto exige un aparato discursivo capaz de concretar ventas. Desde luego, también hay un genuino deseo de historización mediante la curaduría, y no siempre se ha realizado expresamente como un servicio para el mercado del arte. Sin embargo, estamos ante una nueva forma de historicismo, que me preocupa más que el mercado en sí.
Como quedó en evidencia a comienzos del 2019 en la feria ARCO Madrid, que tuvo al Perú como país invitado, actualmente estas distintas genealogías del arte contemporáneo en Lima han encontrado cobijo en una más aventurada premisa, a saber, que nuestro arte “abarca más de dos mil años de historia” [6]. Como sostuvo Fietta Jarque para la misma nota: “Pocos países tienen tan viva su historia a través del arte como Perú (…) El arte contemporáneo peruano dejar emerger rasgos o alusiones iconográficas a diferentes etapas del pasado, hasta el más remoto”. Es un hecho esa referencialidad, sin duda, pero, ¿por qué es así? Acaso en la colección permanente del segundo piso del Museo de Arte de Lima (MALI) encontremos las bases de esa premisa, aunque realmente se trata de un viejo tropo del formalismo de mediados del siglo XX, para el cual el arte moderno se legitima por genealogías construidas -al decir de Rosalind Krauss- “en términos de milenios, en lugar de décadas. Stonehenge, las líneas de Nazca, las pistas de juego toltecas, los túmulos funerarios indios… podía recurrirse a cualquier cosa para justificar la conexión de la obra con la historia, y de ese modo legitimar su entidad escultórica [o, mejor para nuestros fines, su autenticidad].” (2015 [1996]: 283) Así, vemos hoy que las tres líneas de historización del arte contemporáneo local -la fábula de lo popular, el giro ético del arte y el vacío museal- encuentran en esta especie de “campo expandido hacia el pasado” el compañero ideal para definir la contemporaneidad de nuestro arte. Porque ahora se puede “contemporaneizar” el tejido, el retablo, la música precolombina y demás técnicas, artefactos y formas del pasado, a fin de darle densidad discursiva a una escena artística a la que le cuesta mucho relacionarse con su pasado más inmediato.
En algún sentido, estamos ante una nueva teoría de las raíces nacionales (TRN), como llamó Lauer a la apuesta telúrica de Szyszlo y demás artistas locales entre los sesenta y setenta, ahora reencauchada con la labor de la marca país y demás emblemas del Perú neoliberal. La TRN fue “una solución dialéctica al antagonismo entre localismo y universalismo, entre ‘arte puro’ y ‘arte social’, entre lo urbano y lo rural”, oposiciones que, según la mirada de Lauer, estructuraron la dinámica de la plástica peruana hasta los años sesenta. (2007 [1976]: 176) Lo esencial de aquel momento fue que, ante la irrupción de la “amenaza cubana”, la explosión demográfica en Lima producto de las migraciones y la amplificación a escala nacional de las contradicciones del campo (aún dominado por formas precapitalistas de servidumbre), la TRN apostó por ofrecer la imagen de un país integrado, ya sea por la tragedia del “trauma colonial” o bien por la belleza y sublimidad de las culturas precolombinas. Lo que comparte ese momento con el Perú neoliberal es la búsqueda de “recomponer una cultura nacional, esta vez sobre las bases de las culturas dominadas [a diferencia del hispanismo de inicios del XX] (algo así como volver a construir una iglesia católica sobre los cimientos de un templo andino): artesanía, música, mitología, y todas las demás manifestaciones culturales son integradas a una cultura del populismo.” (2007 [1976]: 181) Desde luego, la legitimidad que los pueblos indígenas han adquirido el día de hoy en la esfera pública nacional impone complejizar el argumento para nuestros días, pero aquí se trata de caracterizar una estrategia de la clase dominante en el campo cultural.
Sin embargo, mientras la TRN, como buen altomodernismo de posguerra, se opuso a cualquier forma de realismo, incluyendo al indigenismo, la nueva forma de la misma ideología estética no se opone férreamente a nada, sino que se acomoda a la asunción historicista de un país cuyas raíces culturales permiten “viajar en el tiempo”, siempre hacia el pasado, hasta eximirse de las dificultades y exigencias del presente. De ahí que convenga rotularla como una teoría de las raíces posnacionales, un momento donde para el arte es más fácil encontrar autenticidad en el pasado precolombino que en los deseos frustrados, reprimidos o derrotados de nuestra historia moderna, o bien en el examen de e intervención en las contradicciones que actualmente estructuran nuestra vida social. Lo “posnacional” no es un rótulo antojadizo, pues una diferencia importante con la retórica de los sesenta es que ya no encontramos un reenvío hacia un pasado que sería la base de la peruanidad, sino un conjunto de discursos que componen una imagen multicultural de los fragmentos de una sociedad altamente dividida en clases -fundidas todas en la imagen de una “clase media” aglutinadora y pujante- y etnias -reconocidas en su particularidad en tanto cumplan el mandato a recorrer el camino de la modernización capitalista-. Sobre estas coordenadas ideológicas se sustenta el historicismo que recorre el campo del arte contemporáneo local.
Si Bishop habla de una contemporaneidad presentista, me parece que nuestra escena la combina con una contemporaneidad pasatista, y no me refiero a la idea benjaminiana de captar las imágenes del pasado que refulgen en el presente para redimirlas y hacerles justicia mediante el combate. Tampoco me refiero a la idea, más bien dialéctica, de Juan Javier Salazar cuando sostuvo que le parecía “encantador el arte precolombino, porque es el Perú que pudo ser, o sea, un país sin sentimiento de culpa, sin pecado original, sin complejo de inferioridad”; condición necesaria para que la sociedad peruana se obligue a “dar el paso en algún momento, como pagar sus culpas, como ponerse en cero de alguna manera.” (en Biczel 2015: 242) Lejos de ello, nuestro actual pasatismo es el suplemento perfecto al presentismo del capitalismo global, a la conciencia de un mundo globalizado que reclama “valor agregado” [7] (autenticidad cultural, por ejemplo) a los países del sur -y su arte- a fin de tener mejores opciones en la concurrencia de un mundo del arte ya genuinamente desterritorializado -para quienes lo recorren, claro está-, cuya geografía se determina por las agendas de las ferias mes a mes.
<< volver a la parte 1 / continua en la parte 3>>
NOTAS:
[3] Tanto las “cantutas” de Wiesse como las acciones de Villanes fueron reacciones a la “Ley de amnistía” o ley 26749 que la dictadura fujimorista pretendió promulgar en junio de 1995, mediante la cual se liberaba a policías y militares procesados por crímenes durante la guerra contra la subversión. El caso del secuestro y asesinato de estudiantes y un docente de la Universidad Nacional de Educación Enrique Guzmán y Valle, conocida como La Cantuta, por parte del comando paramilitar Colina perpetrado en 1992 fue uno de los hechos que alimentaron la reacción de la sociedad civil ante dicha ley. Las acciones de ambos artistas tomaron material simbólico y documental de aquellos sucesos, y buscaron llamar la atención sobre la impunidad que el régimen pretendía otorgar a las fuerzas antisubversivas.
[4] Acaso la falta de comparación entre estos dos momentos, no solo de la producción de Ruiz Durand sino de la visualidad orientada a representar al campesinado, llevan a Christian Elguera (2019) a perder de vista la radical novedad de la gráfica bajo el velasquismo y su importancia histórica en términos de reconocimiento social. A su juicio, esas imágenes son “disciplinarias”, borran la etnicidad y la agencia, por lo que no serían más que otro caso de cierta política de invisibilización que subalterniza a las personas concretas del campo.
[5] No me detendré en la contraparte agambeniana de la contemporaneidad como “arqueología”, tributaria de Nietzsche y Benjamin en igual medida, aunque podría complejizar lo que planteo
[6] Ver: https://www.abc.es/cultura/arte/abci-arte-peruano-conquista-madrid-201902210242_noticia.html
[7] Escribe Éric Michaud: “En cada uno de estos casos [del “arte africano contemporáneo”, del “arte islámico contemporáneo” y agrego, del “arte latinoamericano contemporáneo”], la extrema fluidez de las identidades es deliberadamente negada en provecho de categorías tendientes a demostrar, una vez más, que el arte y la cultura serían una cuestión de raza. Si así fuera, el mercado del arte mundializado bien podría convertirse en la exposición permanente de una temible competencia de las ‘razas’ -esa misma competencia que había motivado los comienzos de la historia del arte.” (2017: 267)