¿Qué subversión en el arte hoy?
Nuestra gran tragedia nunca bien ponderada, es la tensión eterna entre el goce de nuestro egoísmo y la desesperada necesidad de otros. Egoísmo que siempre nos ha llevado a lo peor – sí, me disculparán los apocalípticos de siempre – porque Tánatos nos acompaña desde la noche de la historia; seguro no habitamos el peor de los tiempos, ¡vanidad de vanidades! Nada nuevo bajo el sol. Y si la especie se preserva más allá de cualquier pesimismo, es por que también es cierto que existe Eros, que pulsa hacia el lazo social, nuestro deseo hacia otros. Los entusiasmos egóticos y las tecnologías del “yo” que trabajan para éstos, denigran esto de la dependencia y la necesidad de amor y reconocimiento. Con justa esperanza, porque es cierto, que tal necesidad aliena nuestros deseos en las expectativas de los demás para así buscar algo de afirmación, siendo el origen del patetismo del dolor amoroso. Pues hoy se promueve el simulacro moral del que nos cuenta el personaje de Dostoievsky en Los hermanos Karamazov: ese que amaba a la humanidad toda, pero era “incapaz de vivir con nadie más de dos días seguidos”. Ese el amor – no el hipócrita y aséptico del que lucha por la humanidad como abstracción – el otro, el pequeño, el de carne y hueso, inevitablemente duele. Por que fractura, por que implica renunciar a cierta cuota del egoísmo y de las convicciones con las que se revuelca de placer el “yo”: esa idea coagulada sobre nosotros mismos. El amor en este sentido opera del mismo modo que la filosofía, implica la apertura hacia una falta en ser. Descompleta. Sólo así entra la alteridad, el otro, la idea extranjera. En esta tensión oscilamos. Schopenhauer lo contaba con la historia del puercoespín con frío. Estos animales al intentar buscar calor con los de sus especie, no puede sino salir herido. Debe entonces buscar la justa distancia para abrigarse sin hacerse daño. Tal como la opacidad de las relaciones humanas, el lazo siempre tiene un costo, la mano que acaricia también aprieta, a veces incluso, muerde. De ahí que insistamos en los intentos de higienismo moral, esos que pretenden mantener tal distancia-cercanía. El problema es que muchas veces haciendo como si tal lado opaco de la infraestructura humana – el suicidio del “yo” que todo vínculo implica – no existiera. Uno de estos dispositivos morales es lo que Freud llamaba el “narcisismo de las pequeñas diferencias”: ese “sí, pero…” que pone un trecho con el otro, antes que para defender un idea o debatir, su función es defender el ego. Común en ese intercambio trasvestido de diálogo, pero en el que nadie realmente está dispuesto a cambiar de opinión. Nadie está dispuesto a romperse a sí mismo. Un simulacro de la diversidad, un simulacro moral, en que todo se trata de darle continuidad al “sí mismo”, en un discurso –incluso aunque tenga semblante combativo – que secretamente no pretende cambiar nada. Mucho hay de estas diferencias egóticas y exóticas, en que se trata de este narcisismo histérico de la denuncia de un genio maligno. Pero que como el mago de Oz, al correr la cortina se verifica que no había más que un megáfono acéfalo. Sin embargo, tal como en el filme, se pasó la vida recorriendo el camino amarillo, esa misma moral que se dice atacar. ¿Y esto qué tiene que ver con el arte? Pues a escribir de éste fui convocada. Asumo que como cualquier otra práctica el arte también debe padecer de simulacros diversos. Narcisismos de las pequeñas diferencias y otras neurosis. Pero si hay una virtud que el arte comparte con la literatura, la filosofía, y sí, el psicoanálisis – seguro otras instancias que aquí se me escapan, rápidamente se me ocurre el humor – es la de generar las condiciones de posibilidad de la gran diferencia. Esa que implica, antes que estar contra otro, primero supone separarse de la continuidad de uno mismo. Si el arte sirve para algo -si acaso puede ésta ser una pregunta legítima y no hipócrita- más allá de los usos que comparte con otras manifestaciones orientadas a funcionar como barrera al horror de la fractura humana, como la belleza, el heroísmo, la ideología; más allá está esa otra posibilidad: ser un lugar en que se pueden poner los guiones en suspenso, en estado de excepción, así posibilitar el encuentro con la alteridad. Con aquello que nos excede. Ese punto en que el “yo” queda sobregirado y no sabe más que responder. Un pequeño espacio más allá de la neurosis. Nada más libre que eso. Nada más subversivo que la sospecha de las propias convicciones. Este punto terrible: la mortalidad, nuestra contingencia, la falta en ser, puede ser obturado con la belleza. Pero es lo sublime aquello que permite recorrerlo con una inquietud abordable. Posibilidad que el arte brinda a veces, unas veces más que suficientes que nos acercan a ese lado ominoso de las cosas, cuando se salen de la órbita de nuestros deseos conocidos. Algo así como un deja vu al revés: cuando lo conocido deja de ser familiar. Como un ataque de pánico pero sin el pánico, como una película de Lynch, esas que nadie entiende pero que muchos adoran porque se ven interpelados. Si el artista se adelanta a cualquier psicología, es ahí donde toca el lado opaco del deseo. Revela esa verdad incómoda que subvierte eso que más amamos: nuestras buenas razones y convicciones. Y esto no es poco decir, ya que su contraparte, su simulacro, ese de las pequeñas diferencias narcisistas que producen higienismos morales – de cualquier color político – en la historia no han llevado más que a la monstruosidad. Constanza Michelson, Septiembre 2016