La década del setenta y la irrupción de la dictadura militar marcaron un momento inédito para el desarrollo de la fotografía en Chile. Por una parte, ingresó en la esfera del arte, pues sus cultores «se preocuparon especialmente de deconstruir [el] mito de objetividad fotográfica» (Richard 2007, 44). Con ello, cuestionaron la idea de que la fotografía puede retratar la realidad y la definieron como una herramienta artística que habla de muchas realidades subjetivas.
Esta corriente, comúnmente conocida como fotografía de autor, contrasta con la vertiente de tipo documental que encabezaron, entre otros, Óscar Navarro, Patricia Alfaro, Jesús Inostroza y Kena Lorenzini. Estos profesionales concebían la actividad fotográfica como una labor de investigación y denuncia ―rasgos que caracterizan el fotoperiodismo― y centraban su quehacer en los acontecimientos que tenían lugar en la calle, las poblaciones y el espacio público:
«Efectivamente había una división entre los dos tipos de fotógrafo. Por ejemplo, Paz Errázuriz cuando salía hacía fotografía de autor. Sus fotos son increíblemente estéticas, armónicas. Para mí era diferente, era una batalla, salir, tener buen ojo» (Lorenzini 2016).
La diferencia en la forma de concebir la actividad fotográfica radicaba principalmente en el procedimiento de la toma, más observante en la fotografía de autor y más comprometida con la acción en el caso del fotoperiodismo. Esto redundaba en una estética diferente en la forma de registrar el contexto chileno de esos años:
En cuanto a su forma de trabajar, Lorenzini señala: «Yo nunca corté un negativo, por ejemplo. Jamás. Ese era mi fuerte. Yo tenía una muy buena proporcionalidad en mis fotos, quedaban bien y no había que cortarles nada. Si yo creía que no quedaban bien las desechaba (Lorenzini 2016).
Aun así, los profesionales de ambos grupos mantenían una relación de colaboración y respeto, algo que conservan hasta hoy. Un ejemplo es la exposición Visible/Invisible: tres fotógrafas durante la dictadura militar en Chile, fruto de la investigación realizada por Montserrat Rojas, en la cual convergieron los trabajos de Helen Hughes, Leonora Vicuña y Kena Lorenzini:
«Yo nunca me he considerado una artista, aunque muchas veces me han tratado de artista. Por ejemplo, cuando hice Visible/Invisible nos catalogaron de artistas pero yo no soy artista, soy reportera gráfica» (Lorenzini 2016).
Durante los ochenta, la Asociación de Fotógrafos Independientes (AFI) concitó el interés tanto de quienes realizaban fotografía de autor como de los profesionales que centraban su trabajo en el aspecto documental. La AFI les brindó protección a aquellos profesionales que no contaban con respaldo institucional, y muchos de los que estaban afiliados a la Asociación de Reporteros Gráficos, dependiente del Colegio de Periodistas, la abandonaron y comenzaron a trabajar en la nueva organización.
Los fotógrafos de la AFI organizaron diversos espacios autogestionados para darse a conocer. No solo mostraban su trabajo en medios de comunicación como Apsi, Hoy, Análisis, Fortín Mapocho y CAL, sino también promovían instancias como exposiciones, talleres, cooperativas y charlas (Donoso 2012).
El trabajo desarrollado por la AFI influyó en la formación de un lenguaje fotográfico que va más allá del periodístico, aun cuando los teóricos que analizaron la fotografía de fines de los setenta, ochenta y primeros años de los noventa obviaron ese aporte y se centraron en el trabajo experimental que realizaban los artistas visuales, como Eugenio Dittborn (Donoso 2012).
Fue la conjunción de estas dos maneras de entender y practicar el oficio fotográfico las que abrieron nuevas perspectivas para pensar la carga política de las imágenes. Esto redundó en la construcción de un relato visual que es, a la vez, un relato de la historia de Chile.